La desaparición forzada, que fue tal, aun siendo temporal en el caso de Rocío San Miguel, y la desaparición, en territorio chileno, del teniente venezolano Ronald Ojeda Moreno, revelan con escándalo que el terrorismo de Estado se ha reinstalado en América Latina.
No exagero. Vuelven por sus fueros prácticas que hasta ayer recreábamos como oscuranas del pasado: que si el nazismo o el fascismo, o el Gulag soviético, o las tenebrosas dictaduras militares del Cono Sur. Con ellas hemos nutrido disertaciones académicas o peroratas en las aulas universitarias en las que hemos enseñado sobre las cuestiones constitucionales o internacionales de derechos humanos. Mas alguno dirá que lo de Rocío es uno más dentro de la pléyade de violaciones que ahora se hace hábito. De allí la reflexión de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal que no hemos de olvidar: “Previamente se procura la supresión de la persona y de su carácter de ser humano, y posteriormente se borra todo rastro o recuerdo de su existencia misma. Por ello, el mal [radical] trasciende la muerte y procura la desaparición de las víctimas del mundo, negándoles, de este modo, la disposición de su propia muerte como cierre del trayecto de una existencia”.
La relectura de los casos hondureños con los que se inaugura la tutela judicial interamericana de derechos humanos en 1987 reaviva las enseñanzas sobre la desaparición forzada de personas (Velásquez Rodríguez, Frairén Garbi y Solís Corrales, Godínez Cruz). Permite visualizar que lo que vemos distinto, pero sí más perverso. Ayer se hacían desaparecer personas, se las torturaba y asesinaba, se las mantenía ocultas hasta extraerles confesiones, arguyéndose motivos de seguridad nacional. Las dictaduras no se travestían y, al término, como la chilena de Augusto Pinochet o la argentina de Jorge Videla, asumieron sus barrancos y se las condenó por crímenes de lesa humanidad. Hoy se hace lo mismo, pero con cinismo y cobardía inenarrables.
Los regímenes socialistas imperantes predican exclusiones no resueltas, o deudas sociales pendientes, o revoluciones gastadas que mudan en postulados progresistas, o proponen diálogos para definir qué es o no una democracia o cual o no el requisito para que existan elecciones libres; y al objeto de liberar a algún desaparecido político que después han encarcelado oficialmente piden a cambio la excarcelación de un corrupto o narcotraficante que les sirve. Al paso, reclaman para sí formas de «justicia transicional».
En los casos mencionados recordaba la Corte de San José cómo el director de Inteligencia hondureño negaba que las Fuerzas Armadas tuviesen cárceles clandestinas, ya que ese no era su modus operandi sino, más bien, el de los elementos subversivos que las denominan "cárceles del pueblo"; añadiendo que “un servicio de inteligencia no se dedica a la eliminación física o a las desapariciones sino a obtener información y procesarla, para que los órganos de decisión de más alto nivel del país tomen las resoluciones apropiadas”. Ese era el motivo, la razón amoral justificadora de tal práctica sistemática y selectiva de desapariciones por ambos sectores, por razones ideológicas y políticas o simplemente fútiles.
Creía la Corte que como “técnica destinada a producir no sólo la desaparición misma, momentánea o permanente, de determinadas personas, sino también un estado generalizado de angustia, inseguridad y temor” en la población era relativamente reciente. De donde concluye que "el fenómeno de las desapariciones constituye una forma compleja de violación de los derechos humanos que debe ser comprendida y encarada de una manera integral”, por tratarse de un delito contra la Humanidad. La OEA, al estimarlo igualmente agrega que "es una afrenta a la conciencia del hemisferio" (AG/RES.666) y calificaba las despariciones como "un cruel e inhumano procedimiento con el propósito de evadir la ley, en detrimento de las normas que garantizan la protección contra la detención arbitraria y el derecho a la seguridad e integridad personal" (AG/RES. 742). “Ha implicado con frecuencia – añade la Corte – la ejecución de los detenidos, en secreto y sin fórmula de juicio, seguida del ocultamiento del cadáver con el objeto de borrar toda huella material del crimen y de procurar la impunidad de quienes lo cometieron, lo que significa una brutal violación del derecho a la vida”
El solo hecho del aislamiento prolongado y de la incomunicación coactiva, representa, por si fuese poco, un tratamiento cruel e inhumano que lesiona la integridad psíquica y moral de la persona y el derecho de todo detenido a un trato respetuoso de su dignidad. Ninguna actividad del Estado, en suma, puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana, como lo hacen distintos regímenes que la literatura contemporánea asustadiza llama “autoritarismos electivos” o del siglo XXI.
Hiela la sangre lo de San Miguel. De modo especial asusta lo ocurrido con el teniente Ojeda Moreno. Un cable de 1978 publicado por El País trae a la memoria que “el norteamericano Michael Townley, que trabajaba para la policía política chilena (DINA) y presuntamente vinculado a la CIA, ha revelado al FBI detalles sobre el atentado en Washington del 21 de septiembre de 1976 que le segó la vida al ex ministro de Allende, el principal opositor al régimen militar chileno de Augusto Pinochet, Orlando Letelier”. ¿Grupos de asalto venezolanos en tierras australes?, cabe preguntar.
Que no haya aparecido ante todos nosotros y en clímax teatral este príncipe de los infiernos, hostis humani generis esculpido por la ideología y obra de los manuales diseñados para las policías políticas, sólo prueba que la hora de la normalización de la maldad, cuando resulta difícil discernir entre el bien y el mal, ha llegado. No por azar, en Auschwitz, observando las lápidas de las víctimas del Holocausto, Benedicto XVI interpela a sus oyentes: “Que del lugar del horror surja y crezca una reflexión constructiva, y que recordar ayude a resistir al mal”. Y si vale el silencio, que sea de grito interior en todos: ¿Por qué toleramos esto?