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Asdrúbal AguiarAsdrúbal Aguiar

La República de Tocorón (I)

Lea aquí la última columna de opinión de Asdrúbal Aguiar, secretario general del Grupo Idea.

“Si el Tren de Aragua fuese literalmente un ferrocarril, Tocorón sería su estación central, la plataforma desde donde la mega banda controla la salida y la llegada de miles de presos y gestiona sus actividades delictivas en Venezuela, Colombia, Brasil, Perú, Ecuador, Bolivia, Chile y posiblemente Estados Unidos”, escribe la periodista venezolana Rhona Rísquez, Premio Gabo de Periodismo en 2016, amenazada por el régimen depredador instalado en Caracas.

Su origen, como expresión de la criminalidad trasnacional que desborda la capacidad de los Estados y antes bien los coloniza para asegurarse espacios de actividad impune, podemos ubicarlo en el año 2013. Es la génesis del régimen de Nicolás Maduro. Su programa de Zonas de Paz, administrado por José Vicente Rangel Avalos, dispuso la entrega a las bandas delictivas del control de la violencia en los barrios caraqueños, en defecto de los cuerpos de policía.

Los colectivos armados por la revolución para su defensa, con el tiempo y en el marco de la crisis económica sobrevenida se transformaron en los verdaderos operadores del régimen de la ilegalidad legalizada instalado en Venezuela y de su economía criminal. El delito pasó a ser un negocio estable. También un instrumento de política pública.

“Tradicionalmente, las actividades del crimen organizado han sido descritas como la obra de actores irregulares que operan fuera del aparato estatal, actuando como una fuerza corrosiva para las instituciones estatales y la sociedad en general. Si bien esto suele ser cierto, más recientemente se reconoce cada vez más el papel del propio Estado en la perpetuación o participación directa de actividades criminales organizadas”, agrega Rísquez (El Tren de Aragua, La banda que revolucionó el crimen organizado en América Latina, 2023).

El caso es que el Tren de Aragua ya cuenta con 5.000 miembros regados por América Latina y Estados Unidos. La mega banda posee, además, un arsenal de fusiles AR-15 y AK-103 y granadas junto “a las habilidades y características particulares” que ha desarrollado hasta el punto de amenazar, ahora, a la seguridad hemisférica. No es poco, tampoco exageración.

Según la ONU, la modalidad del crimen transnacional organizado genera 870 mil millones de US $ al año. Son muchos sus ámbitos de actividad, desde el tráfico de drogas, el tráfico ilícito de migrantes, la trata de personas, el blanqueo de dinero, el tráfico de armas, las falsificaciones, el delito medioambiental, los delitos contra la propiedad intelectual y el patrimonio, hasta el cibercrimen. No por azar, en medio de la liquidez institucional de Occidente, el delito y su forma transnacionalizada, desde Estados controlados por satrapías y sus dictaduras socialistas del siglo XXI opera como una modalidad de guerra exterior. He aquí lo más delicado del asunto.

“Actos que antes se habrían considerado crímenes ahora pueden concebirse como actos de guerra. Por lo tanto, la distinción entre combatientes y no combatientes, a menudo codificada pero no siempre acatada en las pasadas guerras, [es] problemática en las guerras de quinta generación (G5G). También reflejan la confusión de las reglas de moralidad internacionalmente reconocidas que acompañaron a la guerra en la era moderna; con la aparición de entidades no estatales y la falta de cualquier orden gobernante al que sean responsables más allá de sus propios intereses, la G5G adopta un enfoque más maquiavélico de la moralidad en la que los fines son utilizados para justificar los medios, al eliminar los límites de la guerra”, explican Carlos E. Álvarez Calderón et al. (Escenarios y desafíos de la seguridad multidimensional en Colombia, 2024)

Es este, no cabe duda, el supuesto que caracteriza al Tren de Aragua y el contexto que le fija legitimidad a las órdenes norteamericanas que lo declaran enemigo e imponen sanciones al régimen de Nicolás Maduro, con efectos extraterritoriales e incidencias sobre el conjunto de la comunidad internacional.

A la Orden Ejecutiva del 14 de marzo pasado, dispuesta por el presidente de los Estados Unidos, con fundamento en la Ley de Enemigos Extranjeros, le sigue otra, de efectos económicos devastadores sobre la economía criminal instalada en Venezuela, adoptada el 24 de marzo siguiente. Esta autoriza la fijación de impuestos punitivos a los países que importen su petróleo. Por lo que viene a nuestra memoria, así, la igual medida que, por alegadas razones de seguridad nacional, adoptó Norteamérica en 1957. Muchos pequeños productores del suroeste se veían obligados a reducir sus actividades al igual que los productores de carbón, por las importaciones de crudo que se le hacían a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Esa reducción, que no llegaba al corte total de la de ahora y a la prohibición de las compras de petróleo por terceros países a Venezuela, hizo parte del conjunto de factores que determinaron el derrumbe dictatorial del 23 de enero de 1958. Pérez Jiménez – no sin el cinismo de Maduro – culpaba a la Casa Blanca de estar afectando “la cooperación entre las naciones del mundo libre”.

A diferencia de lo actual – y de los «normalizadores» – mediaba entonces la contrapartida de un corajudo dignatario de la Iglesia Católica, Monseñor Rafael Arias Blanco, arzobispo de Caracas, incapaz de callar ante la maldad. Jamás coludió con Pedro Estrada, el represor del perezjimenismo. No permitió que se le usase para la extorsión de las víctimas, amansándolas o invitándolas a acallar sus conciencias, si aspiran a su libertad. Menos se distrajo Arias Blanco en acusaciones contra el presidente Dwight D. Eisenhower, a pesar del efecto empobrecedor inmediato de sus medidas.

Señalaba como responsables al mismo Pérez Jiménez y a sus empresarios, como a la cohorte de políticos que se lucraban de ambos: “Una inmensa masa de nuestro pueblo está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas… mientras que los capitales invertidos en la industria y el comercio que hacen fructificar sus trabajadores aumentan a veces en forma inusitada”, reza la Carta Pastoral del 29 de abril de 1957. El curato caraqueño, valiente, siguió el ejemplo. Apoyaba desde sus parroquias a quienes bregaban por el mismo objetivo, desde la clandestinidad, liberar a la patria del oprobio militarista.

¿Por qué se nos somete a entredicho en las aduanas extranjeras o se nos está deportando?, nos preguntamos, válidamente, los venezolanos de bien, casi la totalidad; tanto como válidamente cabe la otra pregunta: ¿Es por culpa del señor Trump?

Si afirmar lo último resuelve lo primero, adelante. Replicar que las culpas son más propias de quienes mandan en Venezuela y nada tenemos que ver con ellas el resto, ni los de la diáspora ni los afectos que dejamos en la casa común invadida y distante, es lo correcto. Pero eso, sin más, sin la comprensión del contexto nos situará en un plano de esterilidad, de irresponsable escapismo, de victimización.

A las izquierdas venezolanas, no lo olvidemos, les bastaba con acusar a Rómulo Betancourt de todos los males de la república. Las élites que pergeñaron a Hugo Chávez Frías desde los medios de comunicación y las oficinas de los bancos, luego acusaron a Rafael Caldera por lo del indulto que no fue tal; y que sí fue parte de unos sobreseimientos militares compartidos con Carlos Andrés Pérez, Ramón Velásquez, todas las fracciones políticas y la mismísima Conferencia Episcopal Venezolana. Sin embargo, la realidad de inicios y de finales de la república civil en nada varió tras la queja. Lo ominoso se nos ha prorrogado por cinco lustros y algo más.

Si observamos el quehacer político patrio a la distancia remota, con iguales arrestos de infantilidad e intoxicados con la bilis de nuestros hígados: esa saña cainita que tanto molestaba a Rómulo y era motivo de su denuncia machacada, hasta podríamos repetir con el español Cristóbal González de Soto que “Bolívar traicionó y derrocó a los españoles mientras que a Bolívar lo traicionó y tumbó José Antonio Páez; a Páez lo traicionó y tumbó José Tadeo Monagas; a este lo traicionó y hecho abajo su teniente y hechura Julián Castro; a Castro lo amarró y prendió el partido de Manuel Felipe de Tovar, por traidor a la causa del orden; a Tovar lo derrocó Páez por inepto, para hacerse Dictador; a Páez lo aplastaron los federales acaudillados por Juan Crisóstomo Falcón, titulados por los paecistas vándalos, asesinos, ladrones, incendiarios y malvados; pero estos en despique titulan a los otros godos, tiranos, asesinos y perversos. A Falcón lo echaron a rodar con estrépito Monagas y el partido azul compuesto de godos y liberales; y a estos los traicionaron y vendieron sus mismos defensores, para entregarlos al partido amarillo federal que acaudilla Antonio Guzmán Blanco, que sólo se ocupa en exterminar a godos y azules, repartir sus bienes, asolar sus campos, entrar a saco en los pueblos y barrer el ripio de la exigua propiedad que quedaba” (Del autor, Noticia Histórica sobre la República de Venezuela, Barcelona, 1873). El siglo XIX fue lo que fue, y basta.

Enhorabuena, nuestro gran novelista y presidente civil, Rómulo Gallegos, prefirió mostrarnos a una nación en cierne que aún se debate entre la barbarie y la civilización. Su forja dilemática sigue pendiente, ahora como nunca, dependiendo del optimismo de la voluntad y el quehacer de los hijos buenos.

La lucha por nuestros derechos, que son universales, no ha de cejar. Pero estamos obligados, todos, a asumir a nuestro país con sus yerros por muy graves que sean, como este del Tren de Aragua; apalancados, sí, sobre los muchos aciertos de nuestra experiencia moderna y la ejemplaridad de nuestra mayoritaria diáspora. Sus luces se esparcen por todo el planeta. Hemos de comportarnos, en este instante agonal, con madurez, montándonos la patria al hombro, empinándonos, según la consigna célebre del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa.

Donald Trump – más allá de su talante arrollador y pragmático – y Eisenhower, con acciones concretas, sujetas al juicio de su pueblo, han hecho y hacen lo suyo para velar por los intereses de su nación. El caso es que, antes que velar nosotros por lo nuestro para purgarnos de maldades y mirar al porvenir como la obra de la paciencia y la constancia, las élites variopintas de la república de Tocorón – sucedánea de la muy constitucional República Bolivariana regentada por los socios del Niño Guerrero y creadores del “pacificador” Tren de Aragua – repiten como loros que las culpas son del Imperio y sus sanciones. No les hagamos coro.

Esa es la misma cantaleta que, como huella nada extraviada se nos atravesó en el camino hacia la refundación de la república, en 1830; la que nos dejó como herencia el Padre de la Patria, Simón Bolívar. Nos consideraba «ciudadanos infantiles», impreparados para el bien de la libertad (Cartagena, 1812) y nos estimaba, más que como sujetos, como objetos de necesaria y permanente tutela dictatorial por las armas (Angostura y Cúcuta, 1819/1821). Tanto que nos exigía aceptar como gobernante – ¿fue el error de Caldera? – a su sucesor, escogido por él mismo (Bolivia, 1826 / Caracas, 2012). Al término predicó que todo mal padecido viene desde de afuera y afuera encontrará su explicación; de allí su guerra a muerte (Trujillo, 1812): “españoles y canarios ...”. Su causahabiente, el «comandante eterno» fue quien lanzó la primera piedra: “Utilizaremos todas las estrategias posibles, desde una estrategia de defensa móvil frente al gigante hasta el ataque. No está prevista la invasión a los Estados Unidos, no la anoten en este momento”, expresaba con hilaridad anticipatoria, en La Nueva Etapa (2004).

Emanciparnos, pues, significa para los venezolanos dejar de ver la guerra de quinta generación (G5G) planteada por Estados Unidos, que es real y posibilidad cierta para nuestra libertad, desde las poltronas de un teatro o ubicados tras su telón. Nada cambiará el curso de lo que avanza a nivel global, aun cuando se le lancen piedras a la embajada norteamericana. Esto, dejémoselo a la izquierda retrógrada del progresismo.


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