En la madrugada del 9 de febrero, 222 presos políticos nicaragüenses fueron excarcelados por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Entre ellos están quienes se encontraban en las cárceles La Modelo y La Esperanza, y aquellos que estaban en la cárcel de El Chipote y bajo arresto domiciliario.
Se informaba que centenares de presos de conciencia fueron sacados de sus celdas y llevados en autobuses con rumbo entonces desconocido para ellos. Iban al aeropuerto a abordar un vuelo chárter que aterrizaría en el Aeropuerto de Dulles, en las afueras de Washington DC, alrededor del mediodía del jueves.
Acogidos en Estados Unidos a partir de un obvio acuerdo entre ambos gobiernos, la Administración Biden afirmó que esta operación abre una puerta al diálogo. Diálogo con qué objetivo, es la pregunta que sigue. Subrayo “excarcelados”, precisamente, que no es sinónimo de “liberados”. Ocurre que en la raíz de dicha decisión yacen tantas vulneraciones de derecho como las que llevaron a esas personas a la cárcel en primer lugar.
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Los presos excarcelados fueron técnicamente deportados; es decir desterrados. Fueron despojados de su nacionalidad y de todos sus derechos civiles, expropiados de sus bienes e inhabilitados de por vida para ejercer cargos públicos. Todo ello en virtud de la imputación por “traición a la patria”.
Así fue como algunos de los elegidos a ser excarcelados no aceptaron el trato y no viajaron. Es el caso de Monseñor Álvarez, por ejemplo, quien de su arresto domiciliario fue trasladado a El Chipote.
Toda excarcelación de un preso político es bienvenida, pero ello no puede distorsionar la lectura de lo ocurrido. Por ello sonó exageradamente optimista el comunicado del Secretario de Estado Blinken en cuanto a que la excarcelación fuera “un paso constructivo para resolver los abusos de los Derechos Humanos”.
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Rosario Murillo y Daniel Ortega
Ojalá fuera así, aunque es difícil imaginar algo constructivo por parte del régimen de Ortega-Murillo. Ocurre que al encarcelar opositores la dictadura viola sus derechos y comete crímenes de lesa humanidad: asesinato, tortura y encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional, entre otros. Pero también comete esos crímenes al excarcelarlos.
De hecho, los términos de la excarcelación constituyen una virtual confesión de parte. El artículo 7 del Estatuto de Roma tipifica por ello la “deportación o traslado forzoso de población” como crimen de lesa humanidad; o sea, el desplazamiento forzoso de las personas afectadas, por expulsión u otros actos coactivos, de la zona en que estén legítimamente presentes, sin motivos autorizados por el derecho internacional.
También se tipifica el crimen de “persecución de un grupo o colectividad con identidad propia”; es decir, la privación intencional y grave de derechos fundamentales en contravención del derecho internacional en razón de la identidad de dicho grupo. Todo ello constituye un “crimen de lesa humanidad”, actos que se cometen como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque.
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Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha asumido en su jurisprudencia casos que abordan el derecho a la nacionalidad, estableciendo el mismo como un Derecho Humano fundamental y corroborando, además, que su vulneración habitualmente viene acompañada de la denegación de otros derechos civiles y políticos.
El caso de los excarcelados nicaragüenses enfatiza el punto; así funcionan las dictaduras latinoamericanas de hoy. Violar derechos y cometer crímenes de lesa humanidad es la constante. Restringen derechos hasta cuando los confieren; coartan la libertad hasta cuando la conceden.