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Domingo, 22 de diciembre de 2024
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Héctor Schamis Héctor Schamis

Comisarios del lenguaje: por Héctor Schamis

Lea aquí el último artículo de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

¡Feliz cumpleaños, turca! ¡Feliz año nuevo, gringo! ¡Felicitaciones, tana querida! Y mil sobrenombres más, expresiones habituales en la cultura latina, y no únicamente latina, que conllevan afecto. Los más cercanos y más amados no son llamados por el nombre sino por el apodo. Quien aquí escribe es “el ruso” entre sus amigos de “la facu”. Ello jamás significó discriminación alguna.

Pues resulta que hay quienes proponen censurar esta costumbre, sancionándola de aquí en más. Así ocurrió con el “¡Muchas gracias, negrito!” con que Edinson Cavani expresó gratitud a un amigo por felicitarlo en Instagram, acompañándolo con un emoji de apretón de manos.

Extraordinario delantero, hoy en Manchester United, Cavani ingresó en el segundo tiempo del partido del 29 de noviembre contra Southampton. Lo dio vuelta con una asistencia y dos goles, 3 a 2. Advertido por el club, borró el post a posteriori. No obstante la FA (The Football Association) acaba de multarlo en 100 mil Libras y suspenderlo por tres encuentros por usar “lenguaje discriminatorio y racista”.

El hecho ilustra el tiempo que vivimos, que no es demasiado coherente. La FA es un club selecto y de estirpe dirigido por hombres blancos, ricos y con títulos de nobleza. Fundado en 1863, su actual presidente es el Duque de Cambridge, heredero al trono. Ese club expresa hoy gran sensibilidad cultural con las minorías afro. Es una buenísima noticia, salvo que muestra menos sensibilidad con las minorías latinas. Entre ellas el término “negrito” no necesariamente indica racismo.

Mucho menos aún si va acompañado de “querido”. Es curioso lo de la FA, el fútbol es uno de los negocios más globales y más rentables del planeta. La liga inglesa lidera en ambas categorías. Tiene a los mejores jugadores, estrellas de todas las latitudes que generan fabulosos ingresos, pero a quienes juzga (y castiga) con la ignorancia y los provincialismos propios. No se puede ser ambas cosas al mismo tiempo, si el negocio es global que lo sea entonces.

Tal vez sea aquel rancio etnocentrismo inglés. Hay muchas maneras de comunicar superioridad, en este caso de un imperio colonial hoy inexistente. Controlar y vigilar el lenguaje puede ser una de ellas, aún a riesgo de hacerlo desde la ignorancia. Para controlar y vigilar siempre es necesario estandarizar reglas. Tratándose de un comisariato del lenguaje ello implica suprimir singularidades culturales. Se sacrifica así lo específico e indispensable a toda comunicación: contexto e intencionalidad.

Todo lenguaje está formado por un conjunto de convenciones arbitrarias cuyo sentido y significado está dado por el contexto y la intencionalidad. Los términos—las palabras, esto es—no quieren decir nada desligadas de ambos. Lo primero es elemental y concreto: es el contexto que distingue la vela del barco de la vela que alumbra, el banco de la plaza del banco donde tenemos cuenta corriente. Y ello no solo en español, en todos los idiomas existen homónimos.

Lo segundo es la subjetividad involucrada, o sea, la intencionalidad. Puede existir un meta significado en una palabra, pero la expresión “querido negrito”, y enfatizo “querido”, sugiere que Cavani no tuvo intención de ofender ni lastimar, más bien lo contrario. Ello se podría corroborar con el interlocutor, preguntándole si se sintió herido, discriminado o denigrado por haber sido llamado así.

Todo esto constituye un requisito mínimo para la existencia del debido proceso, para que el acusado pueda ofrecer su descargo y el castigo no sea arbitrario ni injusto. El discriminado aquí es Cavani en realidad, víctima de difamación en tanto su empleador lo rotula por lo que no es y luego lo pena injustamente, incluyendo la sanción social que acompaña la multa y que siempre es de más largo aliento.

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No puede ignorarse el hecho que Inglaterra es la cuna de los derechos civiles, lo ocurrido tal vez sea el testimonio más rotundo de los tiempos absurdos que vivimos. Su jurisprudencia se remonta a 1215, ya entonces la Carta Magna garantizaba la protección ante la detención ilegal y el acceso a la justicia, si bien solo para la nobleza. En 1689, a continuación de la Revolución Gloriosa, la Declaración de Derechos (Bill of Rights) estableció una serie de libertades individuales, la libertad de expresión en el Parlamento entre ellas. Ambos documentos están en los cimientos del Constitucionalismo Liberal Occidental.

Tratándose de derechos civiles, esta sanción también debe leerse en términos del derecho a la privacidad, quizás vulnerado. La comunicación ocurre entre dos personas y en Instagram; en cuentas privadas, no en cuentas de propiedad de la liga inglesa ni de Manchester United. Que sea la época de las redes, donde todo se publica y la cultura del exhibicionismo prevalece, no quiere decir que haya desaparecido el límite entre la esfera pública y la privada.

Es que las redes son el gran instrumento, una tribuna que horizontaliza relaciones sociales y otorga voz, siendo de acceso libre e irrestricto. Claro que solo en la letra, no en los hechos. Al mismo tiempo son el gran peligro, un universo paralelo en el que habitan 4 mil millones de personas, más de la mitad de la población del planeta, y donde se concentra la vasta mayoría de las noticias que se consumen.

Con lo cual dicho ámbito—de la esfera privada, es decir, de propiedad privada y decisiones tomadas en base al interés corporativo—constituye, no obstante, no tan solo una fracción de la esfera pública, sino una parte formidable de la misma. Con la capacidad de regular el flujo de información y debate—de estructurar la agenda pública, esto es—dichas plataformas tienen la facultad de actuar como autoridad regulatoria informal, o sea, un censor privado.

De manera implícita o explícita, eso hacen. Allí habita el gran hermano de la “corrección política”, término sin significado preciso pero que existe. La derecha americana es censurada pero la agencia de noticias del régimen teocrático iraní tiene libertad de expresión. Así ocurre con la “cultura de la cancelación”, que no es otra cosa que la normalización del escrache a quien piense diferente, práctica de innegable origen fascista. Y dado que los hábitos y las costumbres se institucionalizan en el tiempo, eso también termina en un comisariato del lenguaje.

Considérese, asimismo, el interminable debate sobre adjetivos y sustantivos inexistentes en español, si terminan con a, con o, con e, o con x. Y que ante el desacuerdo, le siguen la agresión y el escrache. El espíritu es idéntico al de la cultura de la cancelación, comisarios del lenguaje que en este caso pretenden poseer una especialización en problemática de genero.

En definitiva, nada de esto tiene que ver con debatir sobre igualdad de derechos. Se trata, por el contrario, lisa y llanamente, de poder: uniformar opiniones, disciplinar el pensamiento, satisfacer una impostada posición ideológica, todo al precio de la discrepancia y la libertad. De ahí que disciplinar el lenguaje requiera intolerancia, el avergonzamiento público a quien se aparta del canon y la reducción de problemas complejos a ciegas certidumbres. Como le sucedió a Cavani con “querido negrito”.

¡Y yo que quería escribir sobre fútbol! Aquí lo intento: Cavani jugó un tiempo, dio una asistencia, metió dos goles y dio vuelta el partido. A continuación lo suspenden por tres fechas. Los próximos tres rivales del Manchester United no deben estar muy mortificados por su “racismo”. En el fútbol profesional las casualidades ocurren solo durante noventa minutos y dentro de la cancha; y eso muy de vez en cuando. Seguro que jamás ocurren en las oficinas de los órganos que lo gobiernan.

Un buen 2021, queridos lectores (espero que “lectores” no sea motivo de sanción).

Héctor Schamis.

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