La expresión “Nunca Más” implica una representación mental automática, nos remite al Holocausto y otras atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial. El concepto captura y resume la noción—la aspiración—que la comunidad internacional, la propia especie humana, no permitiría la repetición de crímenes como los observados en los campos de la muerte, aquel método industrial de exterminio. “Nunca más” cuando, concluida la guerra, el mundo tomó conciencia del horror.
Ese fue el sentido de la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, documentos conjuntos de Naciones Unidas de diciembre de 1948. Ambos, junto a la Carta de la OEA de abril de 1948, son la piedra basal de la doctrina de derechos humanos.
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Desde entonces, “Nunca Más” se expandió en el tiempo y el espacio. Aparece en documentos y recordatorios de genocidios ocurridos en Cambodia, Kurdistán y Bosnia, entre otros. Nunca Más es el título del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas de Argentina, y Nunca Más en Chile, es el título del Informe Rettig, ambos sobre violaciones de derechos humanos. Los homenajes a las víctimas del genocidio de 1994 en Rwanda a menudo están acompañados por la frase “Never Again.”
Estos ejemplos indican que aquella promesa, el anhelo de 1948, no se cumplió. Se repitieron los crímenes en el tiempo, hoy ocurren en Ucrania. Virtual o no, allí estamos, la tecnología lo hace inevitable. Aprendemos sobre la geografía de Ucrania en nuestros teléfonos. Reconocemos los edificios derrumbados en Kharkiv, el teatro bombardeado en Mariupol que albergaba niños, los cuerpos desparramados por las calles de Bucha, la estación de tren de Kramatorsk alcanzada por un misil, todas masacres de civiles. No es necesario esperar la conclusión de esta guerra para decir “Nunca Más”, hoy tenemos la evidencia en tiempo real.
Los expertos coinciden que se trata de crímenes de agresión, de guerra y de lesa humanidad. Algunos juristas dicen no poder concluir acerca de la existencia de genocidio; es decir, un crimen que se define por la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal. Incluye matar, lesionar, someter, impedir los nacimientos en el seno de ese grupo, así como también trasladar por la fuerza a niños de ese grupo a otro grupo.
Sobre los niños, la Comisionada de Derechos Humanos Lyudmila Denysova informa que 121 mil niños fueron deportados por la fuerza a Rusia por los efectivos de ocupación. También podemos reconocer la foto de la niña o niño cuya madre escribió en su cuerpo sus datos personales y contactos de parientes, en caso que ellos mueran en un ataque y sus hijos los sobrevivan.
Es decir, un genocidio ocurre como resultado de acciones dirigidas a eliminar un grupo por ser quien es, por su identidad. La propia retórica de Moscú arroja luz adicional sobre el punto. El artículo “What should Russia do with Ukraine?” (¿Qué debería hacer Rusia con Ucrania?) publicado el 3 de abril pasado en la agencia estatal de noticias RIA Novosti, en ruso con varias traducciones al inglés, argumenta que “Ucrania es imposible como Estado-nación”; que “Ucrania es una construcción artificial anti-rusa sin substancia propia”; y que “su elite nacionalista debe ser liquidada”.
La historia también nos orienta en esa dirección. No sería este el primer genocidio ruso contra el pueblo ucraniano. El Holodomor, la hambruna de Stalin de 1932-33, es constitutivo de la psiquis de generaciones de ucranianos dentro del país tanto como en la diáspora. La narrativa nacionalista rusa no concibe la existencia de un país llamado Ucrania.
Zelensky le había dicho al Consejo de Seguridad que detenga a Rusia o se disuelva. “Muestren cómo podemos cambiar y trabajar por la paz. Si no hay alternativa, entonces la siguiente opción sería disolverse por completo”. La respuesta inicial fue promisoria: la suspensión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos con el voto de 93 naciones en la Asamblea General. En América, Bolivia, Cuba y Nicaragua se alinearon con Rusia; Venezuela perdió el derecho a voto por sus deudas con ONU; Brasil y México se abstuvieron junto a El Salvador, Barbados, Belice, Guyana, Saint Kitts y Nevis, y San Vicente y las Granadinas.
Desmond Tutu siempre viene a la mente en estos casos: “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”. La suspensión de Rusia tal vez sea un comienzo, igual camino debería seguir la Asamblea General con las demás autocracias criminales que se sientan en el Consejo de Derechos Humanos, Cuba y Venezuela entre ellas. Las Naciones Unidas son tan diversas como el mundo, nadie puede estar excluido. No hay razón, sin embargo, por la cual no se pueda excluir del Consejo a quienes violan los derechos humanos.
Occidente tiene que tomar conciencia de su poder y usarlo; no usarlo equivale a no tenerlo. La comunidad internacional no puede continuar como rehén de un déspota que utiliza la amenaza de armas nucleares para cometer un genocidio; eso sí, con armas convencionales. La inacción solo asegura una injusticia inaceptable, que el sacrificio siga siendo exclusivo de los ucranianos, quienes además están peleando por Europa y Occidente todo, al tiempo que augura mayores riesgos posteriores. Borrell lo dijo bien: “Esta guerra será ganada en el campo de batalla”. Un gran progreso hacia la realidad si consideramos que su primera sanción a Rusia fue eliminarla de Eurovisión.
Esta crisis también requiere que la “comunidad internacional” sea, definitivamente, una comunidad. El orden internacional deberá ser reformulado después de esta guerra, Ucrania es testimonio de todo lo que la post-Guerra Fría dejó pendiente. El “Nunca Más” será realidad cuando nunca más tengamos que decirlo.