Por: Hector Schamis
En la Alemania nazi llegaban a los campos y de los trenes eran inmediatamente derivados a las cámaras de gas. Algunos eran seleccionados para experimentos médicos. En la Unión Soviética bajo Stalin, el terror de 1930-50 dejó alrededor de 10 millones de huérfanos que crecieron en Gulags y orfanatorios, si no en la calle.
En la Cuba castrista el “Código de las Familias”, en vigor desde septiembre de 2022, dispone la posibilidad de “privar a uno o ambos titulares de la responsabilidad parental” de verificarse incumplimiento de las obligaciones detalladas allí. Las mismas incluyen inculcarles “lealtad revolucionaria”; en cuyo caso, de no cumplirse, el Estado pasa a ser titular de la patria potestad.
En los centros de tortura de la Argentina de Videla les quitaban los recién nacidos a las mujeres en cautiverio. Para “salvarlos del comunismo”, era la racionalización. Los daban en adopción y mataban a sus madres. Algunos ejemplos de la tragedia de ser niño bajo los totalitarismos del siglo XX—no parece haber cambiado sustancialmente en este siglo.
Producto de la invasión de Rusia de febrero de 2022, ya en marzo de 2023 la Fiscalía General de Ucrania había documentado 67 mil crímenes de guerra, incluyendo 155 crímenes sexuales y el secuestro y deportación de alrededor de 15 mil niños. Por este último crimen el fiscal de la Corte Penal Internacional imputó y emitió órdenes de arresto contra Putin y su Comisionada por los Derechos del Niño.
En Ucrania, el expediente incluye los testimonios de 25 mujeres víctimas de múltiples violaciones. En declaraciones recogidas por la prensa internacional, reportaron la afirmación de muchos soldados rusos: que lo harían “tantas veces hasta el punto que no quieran volver a tener contacto con hombre alguno, para evitar que tuvieran hijos ucranianos”. El objetivo es evidente: limpieza étnica.
Ese es el significado más profundo de atacar a la niñez, es parte del ADN de los regímenes totalitarios. Exhiben un particular sadismo, siempre propensos a atacar al más débil, al más vulnerable. A ese que no puede defenderse, pues no sabe cómo ni tiene con qué.
La dictadura de Maduro pertenece a este grupo. Sus crímenes contra niños son graves, múltiples y variados, empezando con su responsabilidad por una desnutrición infantil peor que la de Siria aún después de más de una década de guerra. Son extensos en el tiempo con las minorías indígenas, como los Pemones en el sur del país, estado Bolívar, y la minoría Wayú en la Guajira.
Hoy Maduro ha prometido un baño de sangre y lo está cumpliendo también con sangre de niños, con ataques sistemáticos y generalizados contra los más vulnerables. De las 2,200 personas encarceladas, y de las cuales sólo 1,600 han sido identificadas, al menos 120 son niños, de los cuales más de 100 permanecen todavía en reclusión.
O sea, Putin secuestra y deporta niños, delito por el cual ha sido imputado y ha recibido una orden de arresto de la CPI. Maduro los secuestra y produce su desaparición, ya que el Estado no formaliza detención alguna. Los encarcela sin delito ni imputación formal, salvo la imprecisa noción de “terrorismo” habitual. Los tortura, les impide tener abogado y los recluye en prisiones con adultos y presos comunes. Muchos están en el Helicoide, el centro de torturas más grande del continente.
En la movilización del pasado 28 de agosto, María Corina Machado pidió por esos niños y su liberación. También suplicó a los presos comunes “que los cuiden”. Y expresó la certeza que lo harán, “ya que los presos también tienen códigos”. Una gran verdad y a la vez una contundente manera de decir que Maduro y aquellos que obedecen sus órdenes criminales no tienen código alguno.
En el siglo XX la justicia internacional no tenía herramientas suficientes para detener los crímenes de aquellos regímenes totalitarios. En este siglo existe el Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional para tal efecto.
Pues hay que usar y aplicar dichos instrumentos con mayor celeridad. Maduro está bajo investigación desde noviembre de 2021.