Fui invitado por el Interamerican Institute for Democracy de Miami el pasado 26 de abril para debatir sobre “Derecha e Izquierda en el Siglo XXI”. La conversación se ancló en algunas preguntas: ¿Hay izquierda y derecha en el mundo en este momento, ya en la tercera década del siglo XXI? ¿Si existe la izquierda y la derecha, qué quiere decir en diferentes regiones? ¿Son conceptos equivalentes?
Mi respuesta inicial es que estos conceptos han perdido capacidad explicativa, al punto tal de bloquear, en lugar de facilitar, la conversación. Y, peor aún, al precio de contaminar el debate y desorientar, si no hartar, a la sociedad. La consecuencia es anomia y desafección, de ahí la “agonía de la política”.
Los conceptos resumen y organizan la realidad, siempre caótica, a efectos de permitir la comunicación. Son contenedores de información empírica. Simplifican la complejidad, nos dicen rápidamente qué tipo de fenómenos son esperables al usarlos; por ejemplo, izquierda, derecha, democracia, autoritarismo o cualquier otro. Para que dichas funciones se cumplan, la conexión entre el término, cómo lo definimos y los casos que lo ilustran debe ser inequívoca; de otro modo, estaremos en el territorio de la ambigüedad.
Así, se define “izquierda” en base a la noción que la desigualdad no es pre política; esto es, no está constituida ex-ante, ni pertenece al orden natural de las cosas. Por el contrario, la desigualdad se entiende como el producto de un conjunto de relaciones de clase e instituciones. Estas deben ser disueltas o al menos reformadas para alcanzar mayor equidad en la distribución de recursos materiales. Ello al precio de la libertad individual, según el marxismo-leninismo, pero junto con la libertad individual en versión de la social-democracia.
Y a expensas de ambas, equidad y libertad, en el caso de los gobiernos auto-denominados de izquierda en la América Latina de hoy. Se trata de dictaduras capturadas por el crimen transnacional, en dichos países se extiende la pobreza y crece la desigualdad, junto a la represión y la tortura, al tiempo que colapsa el Estado de Derecho. E insisto con lo de “auto-denominadas”, nadie que alguna vez se haya identificado con un genuino progresismo considera esas dictaduras “de izquierda”. El veneno en envoltorio de regalo también mata, a propósito de ambigüedades.
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La “derecha”, a su vez, el conservadurismo, se organiza en función de la idea de orden. Las jerarquías y asimetrías sociales son pre-políticas, deben ser resguardadas—“conservadas”—en tanto garantizan el orden social. Desde Reagan y Thatcher en los ochenta, sin embargo, el pensamiento conservador ha relajado su paternalismo tradicional para abrazar el mercado como fundamental arena de socialización, si bien en tensión intelectual y política con el liberalismo. En tanto el orden se construya sobre jerarquías sociales estáticas, la libertad estará condicionada.
He ahí la inconsistencia lógica entre derecha y liberalismo, a pesar de las opiniones de muchos autores de persuasión conservadora que los consideran sinónimos, para seguir con las ambigüedades conceptuales. No en vano, la literatura temprana sobre Reagan y Thatcher acuñó el término “neoconservadurismo” para examinar la peculiar—e inestable—combinación de orden tradicional y libertad.
Así, conservadurismo y socialismo conciben el orden social como inmutable. En uno es ex-ante, la jerarquía social heredada de la tradición; en el otro es ex-post, la sociedad sin clases. En este debate pleno de ambigüedades, es bueno recordar que conservadurismo no es sinónimo de fascismo; que las ideas socialistas no derivan necesariamente en el leninismo de partido único; y que el liberalismo es mucho más que la mera libertad de mercado.
Fundamentales en Occidente, estas nociones se han perdido en el debate de hoy, pues estamos inmersos en el ruido, una verdadera cacofonía de presumibles categorías analíticas que en realidad terminan siendo usados como epítetos para quien “piensa” diferente. Enfatizo las comillas, pocos piensan de verdad, con capacidad de duda, con desconfianza en las certezas propias, con la voluntad de cambiar de opinión. Ello a ambos lados de la ecuación, izquierda y derecha.
Por lo general, el liberalismo clásico negocia los postulados inflexibles entre izquierda y derecha. Concibe y legitima las asimetrías sociales, pero no de manera rígida ni ex-ante como en el conservadurismo, sino como resultado de la evolución del orden espontáneo. El capitalismo genera dichas asimetrías, pero el liberalismo enuncia postulados que al mismo tiempo establece la separación de poderes y limita la acción del Estado, es decir, los derechos constitucionales que le dan sentido y sustancia a la propia idea de democracia. La izquierda rara vez registra que no hay nada más progresista que ser iguales ante la norma jurídica; la derecha a menudo lo ve como una amenaza.
Nota al pie de página: deliberadamente he dejado afuera “populismo”, concepto que se aplica a tantos fenómenos políticos, atravesando tiempo y espacio con tanta libertad que va perdiendo precisión, y ergo significado, con su uso. Tómese nota, hay quienes hablan de populismo de izquierda y populismo de derecha. Con lo cual todo es populismo; o sea, nada lo es. Continúo.
Así es como agoniza la política. Me refiero a la política como una virtuosa actividad civilizatoria, la constitución de la esfera de la deliberación publica—la polis de los griegos—en base a un lenguaje cívico y racionalidad acorde. Hoy a la defensiva, la conversación jamás concluida y la negociación iterada son la gramática de la política.
El no-debate transcurre así en falacias, la incesante repetición de clichés que sustituyen la verdadera conversación. Llamamos “polarización” al dogma que transcurre entre la corrección política y la superioridad moral, por izquierda y por derecha.
Montaigne elogiaba “la inconstancia de las almas bellas”, su flexibilidad frente a los cambios, los cuales consideraba una bendición. Rechazaba la búsqueda interminable de la perfección moral, junto a la convicción inquebrantable en la propia justicia y rectitud. Los consideraba receta para el fanatismo.
Ni izquierda ni derecha, entonces, nociones decimonónicas. Para salvar la política me quedo con “Les Essais” de Montaigne, escritos entre 1572 y 1588, pleno Renacimiento francés.